Es la primera vez que me pasa; me he enamorado, sin querer hacerlo, de un espejo victoriano. Y cuando el espejo victoriano se ha ido con otro que tenía más dinero que yo, me he sentido traicionada. Así debía de ser el amor en épocas victorianas.
Esta mañana fui con Batu a una casa de subastas. Muebles, joyas, papeles viejos, fotografías de antaño, vajillas... aquello parecía el trastero gigante de cualquier familia que lleve generaciones viviendo en la misma casa y de pronto se dan cuenta de que la cosa se les ha ido de las manos. Había maravillas, muchas, pero también auténticos bodrios, horteradas y cosas inútiles a más no poder. Durante dos horas estuvimos alucinando con el funcionamiento, un tipo de unos 30 años, subido a un estrado elevado, va leyendo los lotes que hay-- 600- y poniendo en marcha la venta. Hasta ahí todo entra en los parámetros normales de lo que uno espera de una subasta. La cuestión es que no sabes cómo demonios se comunica con los compradores, ninguno de los cuales levanta el cartoncito con el número de cliente que te dan para pujar, ni dicen nada del estilo de Yo!, ni nada de eso. Un gesto de la cara, un movimiento de cejas es suficiente para hacerle entender al subastador que sigues pujando por la pieza. Yo llevo once años casada con Héctor y no llegamos ni al 10% de la comprensión gestual como la que tiene ese hombre con los compradores.
Después de dos horas mirando cacharrada y piezas de arte, sentarnos en todas las sillas Tudor, coger tazas de porcelana china imaginando la historia que tienen detrás y fisgonear entre las fotos antiguas del lote 148, teníamos que irnos. Tras dos horas metida en el hangar del chamarilero me sentía igual que cuando paso diez minutos frente al escaparate de la zapatería los Guerrilleros, aturdida, incapaz de seleccionar nada y sobre todo, con necesidad cero de nada de lo que había allí. Y en estas viene Batu y me dice que no podemos irnos sin pujar por algo. Pero si nos estamos yendo, le digo. “Sí, pero se puede pujar a distancia. Rellena este papel”. No tengo interés por nada. “Pues tienes que pujar, no te puedes ir de aquí sin vivir la experiencia al completo”. Y yo, que en estos momentos estoy entregada al Batuequismo sin tregua (sí, mamá, si Batu me pidiese que me tire por un puente, me tiraría por un puente), volví a la enorme sala a buscar algo por lo que pujar. Descartado todo aquello que costase más de 80 libras, aún debían quedar 312 lotes y seguía sin saber qué apuntar en el papel. Hasta que finalmente, a lo lejos, en un oscuro rincón apartado de los ojos de todos, lo vi. Un espejo victoriano de caoba con incrustaciones de marfil, con un precio de salida de 40 libras. Justo el objeto con el que llevo soñando toda mi vida, que digo yo, qué bien me quedaría con las estanterías billy de Ikea.
Apunté el número en el papel, y en un ataque de generosidad, escribí que estaba dispuesta a pagar hasta 60 libras por él. Eso es lo que se llama tirar la casa por la ventana. Y nos fuimos.
Es curioso; a partir de ese momento sentía que ese espejo era mío. Tenía que ser mío. Lo deseaba más que nada en el mundo. Y durante cinco o seis horas yo solo quería escuchar una palabra, adjudicado.
Cómo es posible que algo por lo que en mi vida había sentido el más mínimo interés se hubiese convertido de pronto en un objeto deseado y codiciado. Estaba segura de que ya nunca más podría vivir sin un espejo victoriano. Por amor de Dios, ¿quién no ha deseado lo mismo alguna vez?
El regreso a la realidad fue duro. Batu me llamó para decirme que ella se había llevado la cubertería de plata. ¿Has visto si tienes un mail diciéndote que tienes el espejo?. Lamentablemente no tenía nada. Corrí a meterme en la web de los subasteros y lo que vi me dolió enormemente; alguien había comprado ese espejo por 100 libras, 40 más de lo que yo estaba dispuesta a pagar. Y de rodillas en el suelo, con la mirada puesta en el cielo, a Dios puse por testigo, que ni yo, ni los míos, acabaremos nuestros días sin un espejo victoriano.
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